miércoles, 25 de octubre de 2017

Harumi.


Lo buscó en la biblioteca de su ciudad: "Belleza primaveral, flor de primavera".
Es lo que significa tu nombre, así eres, cuando te vi por primera vez lo supe. La mirada rasgada, inteligente, de ella, se posó en el rostro de Richard con una extraña esperanza, temerosa. La tensión de su país de origen y este que la cobija, es preocupante. Sus padres temen una guerra que ya existe en Europa y que se extenderá por el Oriente.
"Es la flor más bella", dejaba volar sus pensamientos, Richard, observando su rostro pálido, su nariz pequeña, sus ojos negros igual a su cabello ondulado. Su cuerpo delgado, elegante, fino.
Harumi siente que no debe enamorarse de un hombre occidental. Sus padres le inculcaron el honor, los dos mil años de dinastía imperial, sabia, única. Habrá guerra y él será tu enemigo, no tendremos salvación, en este, su país. Nunca debimos venir. Es mi culpa, le decía su padre, cómo pude equivocarme al traerlas a ti y a tu madre, aquí. Falló mi instinto, no tengo perdón.
Es tarde. Harumi sabe que su flor de primavera se marchita sin él y florece con él. Richard, a la vez, que sin su belleza no podría vivir a pesar del rechazo que sentirá de su familia y amigos por enamorarse de una oriental. Le imploraré a su padre si es necesario, se propone. Pero también es tarde. Se irán. Volverán a Japón ya mismo. Richard se arrodilla ante ella, le suplica que se quede con él. Su sumisión, su cultura milenaria, no se lo permite. Sus ojos rasgados se cierran, ya no lo volverá a mirar.
Richard lee mil veces la única carta que recibe desde el otro lado del mundo. Sus lágrimas borronean la tinta sobre el papel de arroz. Con su letra perfecta le pide disculpas por haber tenido que seguir a sus padres. Tokio es su lugar, ese lugar del que nunca debió irse cuando era niña. Lo amará siempre. Richard se siente morir.
Será la única carta, ya no habrá más. Pearl Harbor es atacado el día, luego llamado, "de la infamia". Ahora, como el padre de Harumi advirtió, son enemigos.

Richard vive en un portaaviones, balanceándose en el Pacífico que ya no tiene nada de Pacífico. Toda la guerra vive allí como Capitán de la Fuerza Aérea. Desde su cubierta despega en su avión para atacar distintos puntos del ejército imperial: Guadalcanal, Okinawa, islas de paso a Tokio, el destino final.
Llega lo peor. Ese destino será bombardeado por los aviones estadounidense que lanzarán sus bombas incendiarias. En Tokio, como en muchas de las ciudades japonesas, el papel y el bambú son parte de la escenografía diaria. Decenas de aviones lanzan sus bombas en fatídicos minutos convirtiendo la ciudad en un enorme crematorio. En uno de ellos hace su trabajo, Richard. "Maldita guerra que me ha convertido en un asesino" "¿Te he matado?, ¿te he matado? Dios, ¿te he matado?".
Los hongos radioactivos de Hiroshima y Nagasaki terminan con la guerra. Richard pide ser destinado a Tokio porque la reconstrucción a comenzado. Su país vencedor se impone esa misión. Pero su misión personal es otra: buscar a su flor de primavera. "He matado, te ruego Dios que no a ella".
Pasan meses. Richard convive con gente que seguramente lo odia; investigando, interrogando, buscando a Harumi en cada escombro; casi un imposible. Entre ruinas, gente mutilada, pobreza, niños desnutridos que lo miran admirados, ancianos con recelo. Pero Japón comienza a resurgir, a acostumbrarse al vencedor. Harumi no aparece y el tiempo se acaba. Su tiempo en Tokio. Debe volver a su país, su misión como Capitán del país vencedor, ha terminado. Su misión personal ya no tiene sentido. Harumi fue un sueño que alguna vez tuvo. Volverá a su ciudad a comenzar otra vida fuera de la fuerza aérea y del recuerdo de ella.
Capitán, un anciano ciego dice que usted lo ha estado buscando, quiere verlo. Richard tiene un momento de desconcierto, no entiende en que momento buscó a un ciego allí en Tokio. Dígale que pase. No, Capitán, no quiere entrar al edificio, lo espera en la calle.
Vestido humildemente, firme en su postura, los ojos blancos aunque Richard sienta que lo mira a sus ojos. En una mano un bastón y en la otra sostiene la mano de un niño de unos 4 o 5 años. Richard observa al pequeño de piel pálida, cabello negro, ojos rasgados pero un poco más redondos que el resto de los niños japoneses que él ve todos los días en Tokio.
Cuando el fuego cayó del cielo, Harumi, mi pequeña flor de primavera, fue afortunada porque no sobrevivió a tanto dolor, destrucción y muerte. El hombre viejo habla despacio, en el idioma de Richard. Yo no tuve esa suerte, quedé ciego e inválido para siempre. El niño sobrevivió y de él me he ocupado, me ayudó porque fue mis ojos. No fue afortunado, lo será desde hoy.
Gira su cabeza hacia el niño. El pequeño se desprende de la mano del anciano, se acerca a Richard y toma su mano apretándola. Su nombre es Akemi, así lo quiso su madre, significa "Hermoso amanecer". El hombre viejo se inclina hacia adelante, Akemi hace lo mismo. Luego, ayudándose con su bastón da media vuelta y camina lentamente calle abajo. Richard y Akemi lo ven alejarse durante unos largos minutos, en silencio.
El niño sabe que será la última vez que verá a su abuelo.

viernes, 12 de mayo de 2017

Tuve una idea.


Imaginé una historia, una historia en la que estuviera involucrado con quien quisiera que se involucrara conmigo. Como todas tuvo un comienzo pero, no hubo un final. Me desperté furioso por no saber como terminaría. Intenté conciliar mi sueño nuevamente y sólo lograba pensar en todo lo que tendría que hacer desde que me levantara hasta la noche.
Ahora, en la hora pico de la vuelta a casa, en este subte repleto, te observo. Tu mirada perdida hacia la ventanilla que muestra nada porque afuera todo es oscuro, está clavada en mi historia. Sé que soñábamos lo mismo.

Esta noche tengo que dormir, mucho, para poder seguir imaginando esa historia que te involucra. Te lo digo a vos mujer de la mirada perdida en el subte. Qué tonto fui al llegar a la estación de siempre y bajar como siempre. Por qué no seguí hasta tu estación, por qué, me voy a torturar con esta pregunta que ya es un clásico en mi vida... Por qué.

Una idea, sí, una idea necesito... Un chocolate. Sí, ¡un chocolate! Eso. Cuando la vuelva a ver le doy un chocolate. Hablo de la mujer del subte, la misma de mi historia soñada. Ustedes ya saben, lo he contado, es suficiente para que les cuente que hice con ese chocolate Milka que compré en un kiosco de la Avenida Santa Fe antes de bajar a las entrañas del subte.

Fueron varios días de viajar ida y vuelta mirando a todas las mujeres buscándola. En algún momento la vería con la mirada perdida hacia la ventanilla de la nada. El chocolate no se derritió en mi bolsillo porque eran días muy frios. Vaya que lo eran.
Ahí estaba, la vi, esta vez yendo al centro. Qué mañana helada esa mañana, justo para un chocolate. Bajó en Catedral, la seguí casi corriendo por el largo pasillo hacia la salida de Bolivar. Le toqué el hombro, se dio vuelta, me vio, puso cara de pocos amigos y con razón, jamás me miró en el subte.
Perdón, yo... Qué, me dijo... Quería darte esto, le dije estirando mi mano hacia ella con el chocolate. Lo miró, me miró y descubrí que sus dientes eran lo más blanco y perfecto que vi en mi vida. ¿Un chocolate? preguntó... Sí eso, un chocolate, le contesté. ¡Gracias! exclamó agarrándolo. Chau, dijo dando media vuelta sobre sus talones yéndose hacia el horizonte perdiéndose entre la gente.
Estaqueado, clavado al piso quedé sin moverme mientras cientos de personas pasaban a mi lado de un lado y del otro a mil por hora. De pronto algo me hizo reaccionar: el hambre. Era casi el mediodía ya. Comencé a caminar lentamente buscando la salida hacia la superficie.

A ella jamás la volví a ver. Ni en sueños.

viernes, 4 de noviembre de 2016

El beso que casi me mata.


Ella era una niña realmente preciosa. Un sábado, con algunos chicos, fuimos a su casa que quedaba cruzando la vía desde mi barrio, a una tardecita de té y gaseosas. Nos había invitado con su insistencia y el consentimiento a regañadientes de su papá, que era un médico conocido en la zona. Es que para él nosotros éramos de una condición social un poquito baja.
Comimos sanguchitos y masitas acompañando tales bebidas. Ella se pegó a mí. No me pregunten por qué pero parece que le caí bien. Eramos chicos despertando a todo.
Al otro día, previamente pactado, nos encontramos en la estación El Talar, tomamos el tren hasta la estación Kilómetro 38, (luego llamada López Camelo) y caminamos tomados de la mano por esos parajes bastantes desolados. Nos sentamos a la sombra de un eucalipto y la besé.
Gran atrevimiento el mío. Diría que no sabía como se hacía pero la cuestión era quedarnos pegados boca a boca, abrazados e inmóviles, por unos cinco minutos. Fueron varios cinco minutos en los que nos pegamos hasta que decidimos volver a tomar el tren de regreso.
En la estación El Talar varios chicos de mi barrio nos estaban esperando: ¡Desaparecé! El padre te anda buscando por todos lados, está como loco, te va a matar. Nos preguntó a todos adónde te la habías llevado. ¡Te va a denunciar por secuestro! ¡Sos hombre (o niño) muerto!
Pobrecita ella. Corrió a su casa desesperada, asustada y casi llorando. Yo llegué a la mía como pude porque del terror que tenía no me daban las piernas y me metí debajo de mi cama diciéndoles a mis padres que ni se les ocurriera abrirle la puerta a alguien.
Inés se llamaba. Nunca más la vi a menos de una cuadra. Pero qué importa. Sus labios apretados, fundidos con los míos, superó cualquier distancia.

viernes, 21 de octubre de 2016

Aquel sí que fue un beso eterno.


No sé cómo, porque vivía muy lejos, terminé en un asalto en Constitución. Viajé en el colectivo 60 una hora y media para llegar hasta ahí. Era un pibe de secundaria de 18 años; fui con un amigo sin conocer a nadie más y creo que de colado. No recuerdo el nombre de la chica que organizó esa reunión en su casa, lo que si recuerdo es que era un par de años menor que yo, pequeña, rubiecita y se peinaba con un flequillo casi hasta los ojos. Bien de los 60.
De entrada nomás me di cuenta de que me miraba más de la cuenta. Yo también a ella. Bailamos lentos, tomamos gaseosas, comimos sanguchitos, charlamos muy poquito, y no nos despegamos. De ahí no pasó. Éramos dos niños tímidos. Yo hasta la médula.
Cuando me fui le dije: ¿Vamos al cine mañana a la tarde? ¿Te dejarán tus padres? Sí, me dijo, no hay problema, vamos.
Quedamos en encontrarnos en Corrientes y Carlos Pellegrini, justo enfrente del obelisco para ir a un cine de la calle Lavalle. Yo la esperaba con una flor para ella. La vi venir... pero con una pareja. Era el primo de veintipico de años y su novia. Claro, los padres la dejaron ir al cine conmigo, pero no sola. 
Fuimos a ver Una película de la serie Lili con Leslie Caron (Hi Lili, Hi Lili, Hi Lo, cantaba la Caron). Nos sentamos juntos en el cine pero sin tomarnos de la mano ni nada. Cuando salimos, el primo nos invitó a comer unos tostados con Coca Cola. Charlamos, en realidad el primo y su novia hablaban, ella y yo casi mudos. Luego tomamos un colectivo hasta Constitución.
Su primo con su novia se despidieron de mí, caminaron 30 metros hasta la esquina y se fueron. Ella y yo quedamos solos frente a frente diciéndonos cosas como, pasé una linda tarde, me gustó la película, ¿nos vemos el sábado que viene? cuando de pronto, en un segundo, se estiró hasta mi boca y me estampó un beso sin tocarme con sus manos. Así pegados, boca a boca, la miré con mis ojos grandes como dos lunas llenas, sorprendido. Ella tenía los ojos cerrados. Se separó de mí dando media vuelta y corrió hasta la esquina despareciendo. Creo que me quedé cinco minutos esperando a que vuelva.
Nunca olvidé ese beso que fue como si me dijera: "Me gustás, tonto, cómo querés que te lo diga si vos casi no hablás".
Me encantó tanto ese beso de repente que, te juro, desearía que me sucediera otra vez.  Es que sigo siendo igual de tímido... Lo cambiaría por una flor.

jueves, 6 de octubre de 2016

La prima que se metió conmigo.


Llegaba los sábados y se iba los domingos. Era la prima de los Monteagudo, dos pibes del barrio que eran hermanos. Susana era su nombre que repiqueteaba toda la semana en mi cabeza hasta que volvía el sábado siguiente.
Comencé a enviarle cartitas con mi hermana que hacía de correo. Iba y venía una y otra vez con mis cartitas y las que ella me contestaba. Hasta que un día le mandé la cartita más importante de todas, con una pregunta que hizo que mi corazón se detuviera hasta obtener respuesta: "¿Te querés meter conmigo?"
Mi hermana volvió con la respuesta a flor de labios y la lengua afuera de tanto ir y venir: "Dijo que sí".
Toqué el cielo. Tenía novia. Me di cuenta entonces de cuánto se sufre por amor porque cuando se iba los domingos no podía dejar de pensar en ella en toda la semana. Cuando la veía volver el sábado siguiente no había chico más feliz en el mundo que yo.
Pero un día no volvió, pasó toda la semana y tampoco lo hizo. No volvió más. Me dolía el pecho. Lloraba de bronca. No podía entender que el amor fuera así de cruel. Por suerte el tiempo borra las heridas, realmente lo hace porque tanto dolor pasó.
Susana, la prima de dos chicos del barrio fue mi novia. Sí, ella, la niña de la que sólo podía imaginar su rostro porque no creo haberla visto nunca a menos de 50 metros.

lunes, 3 de octubre de 2016

La señora de al lado.


Era nuestra vecina allí en mi casa de niño. Vivía sola y nunca supe cuál era su historia. No recuerdo que me haya mirado alguna vez ni tampoco que me haya hablado. 

Tenía la edad de mis padres y cierto atractivo perverso para mí. La veía volver de la estación del tren todas las tardes desde su misterioso trabajo. Un joven, mucho más que ella, la visitaba a veces. Yo los escuchaba en las noches desde mi cuarto pegado al suyo. Me excitaba su "queja" que yo imaginaba de placer que me daba placer en mi soledad. 

Por ella desperté, sentí, supe. En cada mujer que amé, siempre estuvo la señora de al lado. 

jueves, 28 de julio de 2016

Dick y "Las Divas que amo".


Audrey Hepburn me mira dulce, sorprendida y amorosa...
Dick: Audrey, mi amor, sos tan hermosa...
Audrey: .........
Dick: A ver, dejame quitarte el flequillo, tu frente te hace más bonita aún. Así, ves, así tus ojos resaltan más... Si supieras cuanto te amo...
Audrey: .........
Dick: Sí, lo sabés, tu mirada me lo dice...